Cosas que divago cuando viajo en metro

Divago una invasión de zombies en Mixcoac.


He viajado en metro durante prácticamente los últimos 226 días de mi vida, momento en el que he reunido una considerable cantidad de divagaciones que justifican la existencia de una entrada en mi blog.

He de advertir que como toda buena divagación, lo que puedes encontrar aquí puede tener todo el sentido del mundo o ninguno.

Anteriormente, los camiones de pasajeros que tomaba regularmente cada fin de semana, para visitar a mis papás, eran los favoritos para que mis pensamientos se fueran libres como rollo de papel que se escapa rodando las escaleras. Sin embargo, debo reconocer que el metro es tan bueno como los camiones para divagar, o incluso mejor, considerando que cada dos o tres minutos hay un cambio de personas en el interior del vagón que ayudan bastante a refrescar las ideas.

La verdad es que no exijo mucho espacio cuando viajo en metro. Me importa un carajo que el tren esté lleno de gente mientras sea capaz de pararme en un rinconcito y tenga al menos veinte centímetros de distancia a las personas que me rodean. Claro que no siempre es posible, pero procuro escabullirme siempre a la zona donde se juntan dos vagones, que es en mi favorita, la mejor para ir parado y leyendo en mi celular. Mi segunda zona favorita es pegado en la puerta del fondo del vagón.

Los audífonos son el artefacto más maravilloso jamás creado por el hombre. Me aíslan increíblemente bien de la música de la línea 12, cuyos playlists me dan la impresión de ser actualizados cada tres o cuatro meses. Me aíslan también de los vendedores ambulantes, que por cierto, considero un logro personal no haber comprado una sola cosa en mis casi ocho meses de vivienda en la gran capital.

Ah, te contaba que me gusta ir leyendo en mi celular. Me propuse leer toda la obra de ficción de Isaac Asimov, pero apenas llevo cinco de como 20 libros. Como sea, concentrarme en sus novelas de mundos superpoblados contra planetas cómodos con unos cuantos millones de habitantes en toda su superficie me hace pone repentinamente a pensar analogías con mi mundo real.

Pienso en cómo cada persona de una comunidad pequeña desempeña una actividad identificable e importante para su sociedad. El panadero, el señor cura, el reportero. Individuos cuyo trabajo puede destacar, mientras que en la ciudad, los miles de panaderos se mezclan con los miles de señores curas con los miles de reporteros y al final lo que hace cada quien queda perdido en el mar de personas de la ciudad. Quién sabe cuántos de ellos se paren junto a mi cada mañana cuando voy agarrado de las barras en el metro, quién sabe cuántos de ellos se empujan junto a las decenas de personas que intentan entrar al vagón cuando es hora pico y quieren todos ocupar el lugar que dejó vacío una sola persona que se bajó en esa estación.

Cuando era pequeño me daban miedo las ciudades grandes. No me daban miedo las ciudades en sí. Me daba miedo sentirme perdido. Me imaginaba a mi mismo visto desde arriba, y subiendo, subiendo, subiendo, como si fuera un satélite de la estratósfera haciendo zoom out desde mi ubicación hasta ver las manzanas, los bloques, los trozos de ciudad. No soy nada, un punto más del panorama cuadriculado y disparejo que lucen las ciudades vistas desde el cielo.

Ahora ya no me pasa tanto. Me ubico más o menos, sobre todo en zonas reconocibles, cuyas construcciones son diferentes entre sí, y que me hacen decirle a mi cerebro que sí, que estoy en la colonia Culhuacán, o en la Roma, o en el Centro.

Pero cuando viajo en metro, especialmente en las líneas que corren elevadas del suelo, y voy por zonas desconocidas, por barrios feos de casas idénticamente grises desparramadas por la superficie plana y arriba de los cerros, me siento perdido de nuevo. No identifico nada, no soy nada. Anónimo.

En ocasiones me descubro viendo las caras de las personas. Puedes imitar sus expresiones fácilmente. Sólo pon cara de desesperanza. Como esa que pones cuando se te cae un taquito al piso con todos sus complementos. Parecida. La expresión aumenta entre más largos sean los trayectos de las personas. ¿Cómo puede tener otra mirada quien hace dos o más horas para llegar a su trabajo o a su casa, y además, viaja permanentemente apretado? Tal vez por eso me gusta leer en el metro y ponerme los audífonos, así me gusta pensar que no me contagio de la infelicidad. Eso y que el trabajo no me queda lejos hacen mis días agradables.

¿Cómo funcionan los sueños de las personas? A veces sospecho que en la medida que los sueños se van volviendo más inalcanzables, las ganas de tener un hijo se hacen más presentes. A veces pienso que cuando una persona no logra sus sueños, le gusta tener un hijo, alguien en quién entretenerse, pero sobre todo, alguien que otorgue un motivo para vivir, alguien en quién volcar las esperanzas de que sea alguien en la vida, de que le vaya mejor que lo que me fue a mi, que logre todo lo que yo no pude lograr. Qué culpa tienen las criaturas. ¿Qué sentirán las personas que logran sus sueños y que después se ponen a tener hijos? Muy bonito, supongo.

A veces, cuando estoy en Mixcoac, o en alguna estación a la que llega el tren vacío, me imagino cómo sería si adentro hubiera un zombi. O muchos zombis. ¿Cómo sería si al abrirse las puertas salieran unos entes desaforados y se pusieran a morder personas? Me pongo a pensar qué posibilidades tendría de sobrevivir, y la mayoría de las veces descubro, muy a mi pesar, que muy pocas. Pero definivamente, sería una escena épica.

Y estas son algunas de las cosas que divago cuando viajo en metro.

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